Les propongo ahora a ustedes, realizar un
fugaz pero sincero recorrido por algunas de las convenciones que, ya sea por
inercia o premura, tradición o abandono, giran en torno a esa sucesiva y
silenciosa compañera que nos acuesta día tras día: la infatigable noche.
Quizás, la intención de esta súbita reflexión no sea otra cosa que un cálido
homenaje o una justa reivindicación.
Una incursión dualista sobre su figura,
podrá ayudarnos a liberarla (aunque más no sea por un breve instante), de su
histórico lugar.
Entonces podemos plantearnos lo siguiente:
¿qué aspectos, sentidos o valoraciones recaen sobre la noche?, ¿qué la separa o
distingue del resto del día? Algunas frases habituales sobre ella, pueden
permitirnos sospechar el espacio simbólico-social al que ha sido recluida. Así
tenemos, por ejemplo: “la noche es joven” o “la noche está en pañales”, que
parece inducirnos a establecer una asociación positiva y festiva de la noche;
se proyecta como una invitación destinada a considerarla como marco propicio
para el placer o el esparcimiento. A ese mismo factor, por añadidura, se le
suman otras asociaciones que intensifican su poder de convocatoria: la
libertad, la espontaneidad, la distensión, etc.
Y
¿quiénes son, especialmente, los invitados de honor? Los jóvenes, ya que la
noche representa para ellos un mundo alternativo, un espacio disociado del
mundo adulto, que durante el día representa su papel, marcado por horarios,
obligaciones, restricciones, mandatos y rutinas. La noche parece proponer la
inversión y refutación del día. Convoca
aquello que ha quedado desplazado u olvidado durante el día: tal vez, lo que
tiene que ver con nuestro interior, con nuestros deseos y fantasías; espacio y
tiempo de los sueños.
Pero no nos quedemos solamente en esta
separación y vayamos un poco hacia otras zonas, otros lugares a los que ha sido
relegada la noche.
Nuestra cultura occidental-cristiana, por
influjo de la religión, le ha hecho mala fama y la ha cargado de negatividad y
desprecio, llegando a asociar su nombre a la maldad. La han nutrido de
moralidad. ¿Por qué esto es así? Porque así fue dispuesto en un libro: la
Biblia. Basta tan solo con detenerse en su primera página, para darnos cuenta
de su arbitraria condena. En el Génesis, cap. I, vers. 3, ya se nos anticipa su
injusto destino: “Y dijo Dios: sea la luz: y fue la luz”. Y ya en los dos
siguientes versículos se le dicta su sentencia: “Y vio Dios que la luz era buena: y apartó Dios la luz de
las tinieblas” (v.4), “Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó
noche: y fue la tarde y la mañana un día” (v.5).
Listo, así de rápido y sencillo fue su
proceso: al ser considerada la luz buena, la noche tuvo que conformarse con lo
que le quedaba, lo malo. Esto explica por qué la luz representa valores como el
bien, la pureza, lo blanco, la verdad, etc. Por el contrario, a la noche le
corresponde lo malo, lo impuro, lo oscuro, lo negro, la mentira, etc. Estas
distintas asociaciones, quizás, nos expliquen un poco más frases tales como “la
oveja negra de la familia”, “no aclares que oscurece” y “se nos viene la
noche”; y, por supuesto, no es lo mismo tener “ideas claras” que “pensamientos
oscuros”.
Sin
embargo, más allá de todas las asociaciones y reducciones que se hagan sobre la
noche, parece haber algo más. El universo es infinitamente oscuro e
inabarcable. Estamos rodeados de noche. Esa oscuridad, ese tiempo y espacio,
nos resulta complejo, incomprensible y perturbador. Posiblemente, la noche no
sea más que la representación humana de lo misterioso, de lo inasequible.