jueves, 20 de septiembre de 2012

La noche revelada




   Les propongo ahora a ustedes, realizar un fugaz pero sincero recorrido por algunas de las convenciones que, ya sea por inercia o premura, tradición o abandono, giran en torno a esa sucesiva y silenciosa compañera que nos acuesta día tras día: la infatigable noche. Quizás, la intención de esta súbita reflexión no sea otra cosa que un cálido homenaje o una justa reivindicación.
   Una incursión dualista sobre su figura, podrá ayudarnos a liberarla (aunque más no sea por un breve instante), de su histórico lugar.
   Entonces podemos plantearnos lo siguiente: ¿qué aspectos, sentidos o valoraciones recaen sobre la noche?, ¿qué la separa o distingue del resto del día? Algunas frases habituales sobre ella, pueden permitirnos sospechar el espacio simbólico-social al que ha sido recluida. Así tenemos, por ejemplo: “la noche es joven” o “la noche está en pañales”, que parece inducirnos a establecer una asociación positiva y festiva de la noche; se proyecta como una invitación destinada a considerarla como marco propicio para el placer o el esparcimiento. A ese mismo factor, por añadidura, se le suman otras asociaciones que intensifican su poder de convocatoria: la libertad, la espontaneidad, la distensión, etc.
Y ¿quiénes son, especialmente, los invitados de honor? Los jóvenes, ya que la noche representa para ellos un mundo alternativo, un espacio disociado del mundo adulto, que durante el día representa su papel, marcado por horarios, obligaciones, restricciones, mandatos y rutinas. La noche parece proponer la inversión y refutación del día.  Convoca aquello que ha quedado desplazado u olvidado durante el día: tal vez, lo que tiene que ver con nuestro interior, con nuestros deseos y fantasías; espacio y tiempo de los sueños.
   Pero no nos quedemos solamente en esta separación y vayamos un poco hacia otras zonas, otros lugares a los que ha sido relegada la noche.
   Nuestra cultura occidental-cristiana, por influjo de la religión, le ha hecho mala fama y la ha cargado de negatividad y desprecio, llegando a asociar su nombre a la maldad. La han nutrido de moralidad. ¿Por qué esto es así? Porque así fue dispuesto en un libro: la Biblia. Basta tan solo con detenerse en su primera página, para darnos cuenta de su arbitraria condena. En el Génesis, cap. I, vers. 3, ya se nos anticipa su injusto destino: “Y dijo Dios: sea la luz: y fue la luz”. Y ya en los dos siguientes versículos se le dicta su sentencia: “Y vio Dios que la luz era buena: y apartó Dios la luz de las tinieblas” (v.4), “Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó noche: y fue la tarde y la mañana un día” (v.5).
  Listo, así de rápido y sencillo fue su proceso: al ser considerada la luz buena, la noche tuvo que conformarse con lo que le quedaba, lo malo. Esto explica por qué la luz representa valores como el bien, la pureza, lo blanco, la verdad, etc. Por el contrario, a la noche le corresponde lo malo, lo impuro, lo oscuro, lo negro, la mentira, etc. Estas distintas asociaciones, quizás, nos expliquen un poco más frases tales como “la oveja negra de la familia”, “no aclares que oscurece” y “se nos viene la noche”; y, por supuesto, no es lo mismo tener “ideas claras” que “pensamientos oscuros”.
    Sin embargo, más allá de todas las asociaciones y reducciones que se hagan sobre la noche, parece haber algo más. El universo es infinitamente oscuro e inabarcable. Estamos rodeados de noche. Esa oscuridad, ese tiempo y espacio, nos resulta complejo, incomprensible y perturbador. Posiblemente, la noche no sea más que la representación humana de lo misterioso, de lo inasequible.  

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