viernes, 12 de octubre de 2012

El combate perpetuo


La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Solo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración, pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo.”
                                                   W. Benjamin, El narrador.   


 Parece existir un acuerdo generalizado sobre la importancia de “estar informado”. La construcción de esta misma frase nos hace sospechar el carácter pasivo del receptor.
   La información de cualquier hecho o dato, se da en forma acabada a través de un lenguaje que es funcional a lo que intenta provocarnos. Se esparce entre los sujetos con la pronta necesidad de subsistir en la reproducción, en la repetición sistemática de su espectacularidad, de su irreflexiva palabra, de su obstinada clausura.
   A partir de su aceptación pública inmediata, la información se libera de su juicio, de su parcialidad y de sus intereses ocultos. Así, va a caer en las bocas sedientas de “verdades” que hacen propio lo ajeno. Las valoraciones de un grupo se vuelven masivas, naturales e indiscutibles.
   El poder de la incesante información aplasta el territorio de la duda, de la reflexión y la desconfianza. Acelera su marcha, acabando con la discusión y el rechazo, lesionando el pensamiento y la confrontación. Cobijada en la sensación instantánea y apremiada por su misma aceleración, nos impide la detención y el análisis. Así se perpetúa, así es retomada por las voces alucinadas que la proclaman y la devuelven a su trono.
   La supervivencia de la información es la inercia de su caricatura inmediata, de su impávida desfachatez, de su mueca contagiosa.
   En su brillante capítulo “El cierre del universo del discurso”, inluído en El hombre unidimensional[1], H. Marcuse explica la naturaleza del lenguaje de la administración total, discurso que incluye el de la información; allí afirma lo siguiente: “las palabras y los conceptos tienden a coincidir, o, mejor dicho, el concepto tiende a ser absorbido por la palabra. Aquél no tiene otro contenido que el designado por la palabra de acuerdo con el uso común y generalizado y, a su vez, se espera de la palabra que no tenga otra implicación que el comportamiento (reacción) común y generalizado. Así, la palabra se hace cliché y como cliché gobierna el lenguaje hablado o escrito: la comunicación impide el desarrollo genuino del significado”[2]. Más adelante agrega: “Este lenguaje habla mediante construcciones que imponen sobre el que lo recibe el significado sesgado y resumido, el desarrollo bloqueado del contenido, la aceptación de aquello que es ofrecido n la forma en que es ofrecido.”[3]

   Lejos de este lenguaje agotado, la narración propone y no dispone, proyecta la significación y la apertura del lenguaje; el lector participa como sujeto activo en la construcción de sentidos, se vuelve co-autor, co-narrador de cada relato.                               




[1] Marcuse, Herbert (1964). El hombre unidimensional. Barcelona: Planeta De Agostini, 1985.
[2] Op. Cit., p.117.
[3] Op. Cit., p.121.

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