“La
información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva.
Solo vive en ese instante,
debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración,
pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse
pasado mucho tiempo.”
W. Benjamin, El narrador.
La información de cualquier hecho o dato, se
da en forma acabada a través de un lenguaje que es funcional a lo que intenta
provocarnos. Se esparce entre los sujetos con la pronta necesidad de subsistir
en la reproducción, en la repetición sistemática de su espectacularidad, de su
irreflexiva palabra, de su obstinada clausura.
A partir de su aceptación pública inmediata,
la información se libera de su juicio, de su parcialidad y de sus intereses
ocultos. Así, va a caer en las bocas sedientas de “verdades” que hacen propio
lo ajeno. Las valoraciones de un grupo se vuelven masivas, naturales e
indiscutibles.
El poder de la incesante información aplasta
el territorio de la duda, de la reflexión y la desconfianza. Acelera su marcha,
acabando con la discusión y el rechazo, lesionando el pensamiento y la
confrontación. Cobijada en la sensación instantánea y apremiada por su misma
aceleración, nos impide la detención y el análisis. Así se perpetúa, así es
retomada por las voces alucinadas que la proclaman y la devuelven a su trono.
La supervivencia de la información es la
inercia de su caricatura inmediata, de su impávida desfachatez, de su mueca
contagiosa.
En su brillante capítulo “El cierre del
universo del discurso”, inluído en El
hombre unidimensional[1],
H. Marcuse explica la naturaleza del lenguaje de la administración total,
discurso que incluye el de la información; allí afirma lo siguiente: “las
palabras y los conceptos tienden a coincidir, o, mejor dicho, el concepto
tiende a ser absorbido por la palabra. Aquél no tiene otro contenido que el
designado por la palabra de acuerdo con el uso común y generalizado y, a su
vez, se espera de la palabra que no tenga otra implicación que el
comportamiento (reacción) común y generalizado. Así, la palabra se hace cliché y como cliché gobierna el
lenguaje hablado o escrito: la comunicación impide el desarrollo genuino del
significado”[2].
Más adelante agrega: “Este lenguaje habla mediante construcciones que imponen
sobre el que lo recibe el significado sesgado y resumido, el desarrollo
bloqueado del contenido, la aceptación de aquello que es ofrecido n la forma en
que es ofrecido.”[3]
Lejos de este lenguaje agotado, la narración
propone y no dispone, proyecta la significación y la apertura del lenguaje; el
lector participa como sujeto activo en la construcción de sentidos, se vuelve
co-autor, co-narrador de cada relato.
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